No me creo, o no me quiero creer, que McCann Erickson Tokyo, una de las agencias líderes en el mundo, haya nombrado a un robot como Director Creativo. Un tal AI-CD β que juzgará y sentenciará las propuestas de sus juniors y trainees en base a algoritmos que analizan y desmenuzan una base de datos de anuncios premiados en festivales en los últimos diez años. Antes de que sea yo el que cortocircuite, ¿esto no es la antítesis total de la creatividad?
Quiero pensar que estoy siendo un carca. O mucho mejor, que hay un giro detrás de todo esto. Una sorpresa. Una acción para denunciar que el mundillo de la publicidad ya está infestado de autómatas. De hecho, reconozco que a veces yo soy uno de ellos. Necesito tener delante un referente para saber que una idea sobre el papel es potente. Necesito ponerme al lado una pieza triunfadora y compararla. Necesito, y se me exige, enseñar algo bueno para decir —aparentemente— muy convencido: «Haremos algo así».
Se me ocurre algo mejor que echarle lejía en la placa base al androide. El pobre tampoco tiene la culpa. La solución tampoco pasa por extirparle el frenillo a sus ingenieros. Deberíamos usarlo para ver quién es el chavea que lo hace saltar por los aires a fuerza de presentarle ideas que obtengan un índice de respuesta que tienda a menos infinito.
Disfruto imaginando al tal AI-CD β echando chispas visionando el gorila de Cadbury marcando el ritmo de In The Air Tonight o los millones de pelotitas de colores rodando calle abajo en el anuncio de Sony Bravia. Me quedo con esa imagen.
Nota: Este artículo ha sido publicado en el número de mayo de 2016 de la Revista Üalà.
@victorizquierdo